martes, 10 de mayo de 2011

EL ARTE DE ENSEÑAR

Julia Roberts le pregunta a Richard Gere en esa película que todos hemos visto, incluso varias veces: «¿Hasta cuándo estudiaste?» Y él le contesta «Estudié hasta el final». Los que hemos estudiado hasta el final, es decir, los que nos titulamos en la Universidad, tenemos una inmensa suerte. En mi caso, es una suerte doble o triple, quién sabe.Tuve una madre que me ayudó, una esposa que me tuvo paciencia en los últimos semestres. Un trabajo que me brindo la oportunidad y el tiempo necesarios para asistir.Tuve unas maestras de primaria tan extraordinarias que las recuerdo continuamente. En el Colegio, algunos buenos profesores me pusieron en el camino de las cosas. Y en la Universidad accedí a las enseñanzas de personas de excelencia. No se puede pedir más. El resto tiene uno que ponerlo por sí mismo. O mejor, el resto viene de nosotros y de nuestros padres, que hicieron tantos sacrificios porque entendieron el valor del saber.
Ahora mismo, la escuela, la educación, la enseñanza, pasan por malos momentos. Porque, seguramente, estamos redefiniendo el papel que ocupan las instituciones escolares; porque, también, nos estamos dando cuenta de que sin una escuela de calidad no es posible contribuir al futuro; porque los padres estamos empezando, ojalá, a hacernos responsables de nuestras obligaciones como educadores, más allá de exigirles a los demás… Malos momentos que exigen entrega, ilusión, talento y trabajo. Como digo tantas veces, los alumnos tienen una sola vida escolar y esa vida escolar transcurre a pesar de todo, independientemente de que el sistema educativo sea bueno, malo o regular. Una sola vida escolar para toda una vida personal en la que tendremos para siempre el bagaje de lo aprendido y de lo que somos capaces de aprender, porque una buena educación es aquella que nos enseña pero que también nos deja abiertas las puertas para seguir aprendiendo. La sed de conocimiento es la seña de identidad de la persona que nunca deja de aprender por muchos años que tenga y mucho tiempo que pase.
En el centro de la escuela, el maestro, el profesor. No voy a referirme aquí a los malos profesores, que los hay, para desgracia de los estudiantes. No. Me gustaría pensar sobre los otros, sobre los buenos, los que construyen día a día el edificio de la educación escolar, a partir de ingredientes que, por sabidos, no dejan de ser fundamentales. Los profesores que enseñan, en primer lugar y que, como consecuencia de ello, contribuyen a que sus alumnos aprueben con mérito. Los profesores que se convierten en una UCI para acoger a aquellos alumnos que, sin esperanza, caen en sus manos. Esos profesores que no solamente aportan su saber a los estudiantes, sino que los hacen más fuertes, en todos los aspectos, porque el conocimiento crea seguridad y fortaleza.
Los buenos profesores no echan la culpa a la Administración ni utilizan el fácil recurso de considerar a las familias y a los estudiantes como únicos responsables de los suspensos. Al contrario, practican la autocrítica constantemente y son flexibles, abiertos y reflexivos. No están sujetos a la tiranía de las editoriales, ni tampoco tienen miedo a usar lo que constituye el patrimonio de todo buen maestro: el maravilloso y único sentido común. Al margen de los recursos materiales que los centros posean, el profesor que conoce su oficio es capaz de crear el ambiente preciso para el aprendizaje, el momento clave en el que el alumno se convierte en su cómplice, la línea de continuidad para que los saberes se sedimenten y se cohesionen. Un buen profesor tiene conciencia clara de que el material más frágil de los que «utiliza» es el propio alumno, las mentes jóvenes y sin formar de los estudiantes, que están en ese momento crucial de sus vidas en el que tienen que empezar a dar respuestas a miles de interrogantes. Ese material frágil no admite deserciones sino que precisa el mayor cuidado, la mayor atención.
Los buenos profesores son capaces de hacerte sentir pasión por determinada materia. Incluso ayudan fuertemente a definir las vocaciones. Son los que tienen la autoridad máxima del saber; los que conjugan, de una manera sabia, el respeto con el cariño, con el rigor, con la firmeza… Los que convierten la enseñanza en un arte y no efímero, sino perdurable.
Desde hace algún tiempo las Administraciones educativas nos presentan estudios, informes y conclusiones sobre la situación de los sistemas educativos del entorno occidental al que pertenecemos. En esos informes se refleja una constante que acompaña a los países que obtienen los mejores resultados, traducidos en el dominio por parte de los estudiantes de las competencias básicas. Así como en una mayor tasa de abandono y una menor de titulación. Esa constante es la figura del profesor. Los países en los que acceden al profesorado las personas mejor preparadas científicamente, con una formación pedagógica acreditada y con aptitudes idóneas para llevar a cabo la profesión de forma solvente, se sitúan por delante de los demás. Esos profesores son considerados como una parte muy importante de la sociedad y han tenido que pasar un proceso selectivo riguroso y serio, sin atajos. Tienen una formación científica y una formación pedagógica a la altura de la labor que van a desempeñar, nada menos que enseñar a los jóvenes y niños.
Nuestro país tiene que decidir qué clase de profesores y de maestros necesita. Personas sin vocación, que acceden a una tarea para la que no tienen ni las aptitudes ni la formación suficientes, o profesionales acreditados, incapaces de atender a todo tipo de alumnos, porque así es la escuela, diversa, variopinta, compleja, como lo es nuestra sociedad. En ese empeño las Administraciones educativas tienen que dar un paso adelante. Y también, por qué no, quizá sea el momento de establecer los controles necesarios para evitar que los malos profesores confundan la independencia académica con hacer de su capa un sayo. En una sociedad democrática los controles están para todos y de ese control debe surgir también el reconocimiento insoslayable hacia aquellos que, cada día, dejan lo mejor de sí mismos en sus alumnos. En la enseñanza no puede valer todo. La sociedad, de la que nuestros niños y jóvenes son lo más preciado, lo va a agradecer más pronto que tarde. Aquellos estudiantes que acceden a una educación superior saben que el conocimiento es lo mas valioso, y que por encima del todo vale y la corrupción, estan los valores como la honestidad, la familia, el trabajar día a día con esmero y dedicación.
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